CREDO QUIA ABSURDUM


El Corrector

La primera vez que me topé con esta frase de Tertuliano, yo era un joven impetuoso que leía a Nietzsche, sobre todo El anticristo, que es cortito y lleno de sentencias jugosas y fáciles de entender (es decir, que lo leía mal, como casi todo el mundo, y encima me lo creía demasiado). Resulta fácil imaginar, pues, cómo reaccioné ante esta paráfrasis en la que uno de los padres de la Iglesia clamaba alegremente que creía (que tenía fe) porque era absurdo. Me pareció que Tertuliano me ofrecía munición extra para seguir atacando la religión en general y la Iglesia católica en particular (para seguir abanderando la causa nietzscheana, vamos, sobre todo para alguien que se miraba esta causa desde el agujero de la cerradura y no abriendo la puerta para verla en su globalidad).

Tuvieron que pasar varios años (y muchas lecturas) para que me diera cuenta de dos hechos importantes: que bajo la superficie de la paráfrasis de Tertuliano se esconde un campo de pensamiento mucho más vasto de lo que parece a primera vista y que hay puntos de conexión entre el sentir de ese padre de la Iglesia y el del pensador alemán (1).

Más allá de su sentido evidente, esta frase nos hace entender que la razón tiene unos límites, y que cuando se quiere explicar racionalmente lo que pertenece al terreno de lo imposible de razonar, es que la razón los está traspasando. Y esto ocurre muy a menudo, porque la razón es como aquellos reyes que eran coronados siendo todavía unos niños mimados y repelentes: lleva cuatro días en el mundo, pero ya soporta sobre los hombros toda la responsabilidad del reino (del universo, en este caso).

De hecho, la razón ya empezó con mal pie: el mal llamado paso del mito al logos tropezó por lo menos tres veces:

1. Creyó que la razón y el mito son contrarios, opuestos, enemigos, como si fuesen fuego y agua, dos elementos irreconciliables. Esta no es una creencia inocente, objetiva, sino muy partidista, lo que nos lleva al segundo error:

2. Creyó que la razón supera al mito: que es mejor, que está por encima, es decir, que la razón es la Verdad (así, con mayúscula). Pero si así fuera, ¿habría tanta vida fuera de sus dominios? Desde la intuición a la locura creadora, desde el inconsciente al arte.

3. Creyó que la razón sirve para explicarlo todo, no solo la physis (la naturaleza), sino también lo que hay más allá de la physis (la metafísica, la ética, la cultura...). De hecho, si todavía se buscan respuestas racionales a muchas de esas preguntas que escapan al orden de la naturaleza, es seguramente porque no las tienen. Pero la razón es tan soberbia que no solo cree que todo es reducible a su visión, sino que todo debe serlo (2).

Quizás detrás de estas preguntas que llevamos haciéndonos tantos siglos no hay una verdad racional, sino una verdad irracional (aunque parezca un oxímoron).

Una de las funciones que Joseph Campbell otorga a los mitos es la de dar sentido a nuestras vidas en ciertos momentos de gran trascendencia: el tránsito de la infancia a la edad adulta, el de la edad adulta a la vejez, o los últimos instantes en que uno todavía está vivo pero sabe que pronto no lo estará (3). Es en este sentido que podemos definir el mito como una verdad irracional, porque las funciones de los mitos pueden ser tan o más importantes que cualquier verdad científicamente demostrable.

Aquí es donde la paráfrasis de Tertuliano toma todo el sentido, ya que no quiere decir otra cosa que "también lo que está fuera de la razón es importante, precisamente porque está fuera de la razón". Es decir, no solo es importante, sino que pierde su esencia y sentido, su relevancia, cuando se intenta llevar al terreno de la razón. Ocurre como con las fórmulas de la física cuántica, que acaban en un absurdo si se llevan al mundo sensible, o con la demostración racional de la existencia de Dios que hace Descartes, que no es más que un buen malabarismo de mala lógica.

Uno de los muchos errores que ha cometido la Iglesia es el de no haber prestado suficiente atención a las palabras de Tertuliano (4). Las culturas antiguas nunca sintieron la necesidad de racionalizar sus mitos, les bastaba con que cumplieran con sus funciones. Pero los representantes del mito cristiano entraron en el juego de la razón, y en ese juego cualquier mito cae en el absurdo. Es absurdo que una mujer virgen dé a luz; no tiene sentido que un Dios sea a la vez Uno y Trino; no tiene ninguna lógica que un Dios se haga hombre y se clame a sí mismo "Padre, ¿por qué me has abandonado?" cuando lo clavan en la cruz, y es absurdo pensar en un paraíso en el cielo al que se puede ascender y que ningún astronauta ha podido ver. Como dice Joseph Campbell en alguno de sus muchos libros: si Jesús hubiera ascendido a la velocidad de la luz (y nada puede ir más rápido), a día de hoy ni siquiera habría logrado salir de nuestra galaxia.

La madre virgen es un símbolo de la tierra fértil y el ascenso al paraíso es un símbolo de introspección meditativa; más vale dejar la razón al margen, que suficiente trabajo tiene intentando averiguar el número de dimensiones de la realidad, la física que rige dentro de un agujero negro, la relación exacta entre el cerebro y la conciencia o cómo es posible que la obra medio rota de un grafitero (que ni siquiera tiene la decencia de estar muerto) se venda por 21 millones de euros (bueno, eso más que por la verdad racional o irracional se explica por la imbecilidad humana, que no es poca).



(1) Como buen hijo del Romanticismo, Nietzsche también abjuraba de lo racional; y como buen conocedor de la Grecia arcaica (la presocrática), abrazaba lo irracional, la locura dionisíaca.
(2) Esta es una de las críticas que hace Nietzsche a la ciencia: es reductora, hace que el caos y la contingencia de la naturaleza queden minimizados a unas cuantas fórmulas que hacen más llevadera la existencia de los espíritus más débiles.
(3) La falta de mitos actual es uno de los factores responsable del malestar general, de la sensación de vacío, del auge de las enfermedades mentales (como la depresión o la ansiedad) y de los suicidios. En definitiva, cuando nos paramos a pensar diez minutos en el sentido de nuestras vidas nos entra cierto vértigo, puesto que los constructos racionales que nos habíamos hecho se derrumban como un castillo de naipes mal apuntalado.
(4) De hecho, ni él mismo se prestó demasiada atención, ya que participaba de las absurdas discusiones eclesiásticas donde, mediante malabarismos lógicos (es decir, usando la razón), se debatían temas tan interesantes como si el Padre, el Hijo y el Espíritu santo eran la misma persona o no.